Comparto reflexiones sobre las heridas, aquellas que pueden venir de la niñez, o de la relación con nuestra familia de origen, junto con un ejercicio para transformarlas en una fuente de aprendizaje y desarrollo.
La puerta se abrió lentamente.
Entró mi padre.
Me dejó odio y agresividad.
La puerta se abrió lentamente.
Entró mi madre.
Me dejo locura y miedo.
La puerta se abrió lentamente.
Entró mi hermano.
Me dejo decepción y paranoia.
La puerta se abrió lentamente.
Entró mi hermana.
Me dejo mentira y falsedad.
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La puerta se abrió lentamente.
Entró mi padre.
Me dio su fuerza y poder sexual.
La puerta se abrió lentamente.
Entró mi madre.
Me dejo su sensibilidad y aguante.
La puerta se abrió lentamente.
Entró mi hermano.
Me dejo diversión y creatividad.
Entró mi hermana.
Me dejo amabilidad y limpieza.
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Ahora la puerta es mía.
Es mi responsabilidad ordenar todo lo que hay en mi habitación.
Gracias por lo dado y por lo dado.
Desde ambas realidades me desarrollo.
En la vida nos hieren, muchas veces estas heridas se producen en nuestra niñez. A edad temprana no podemos impermeabilizarnos de según qué fuerzas o daños, principalmente en lo que hace a la relación con nuestros padres. Al madurar nos podemos quedar con la herida o con el aprendizaje y el patrimonio que da la misma.
Un buen proceso terapéutico me permite soltar lo que duele, cicatrizar las heridas y quedarnos con lo nutricio de ellas, y poder transformar lo hiriente en un recurso personal para una mayor felicidad.
Esta labor a veces es ardua y pide una íntima colaboración entre terapeuta y cliente.
Ejercicio: Sanando las heridas
Escribe dos situaciones vitales que sientes que fueron hirientes a un nivel profundo.
Escribe que dos cosas aprendiste de cada una de ellas.